
Imagina que alguien te pidiese que le describas quién eres, ¿qué le dirías? ¿Qué tipo de relato harías sobre ti para que esa persona te conociese? Lo más probable es que el relato cambiase dependiendo de quién te preguntase: no es lo mismo que te pregunte alguien que te entrevista para un puesto de trabajo que deseas que una persona desconocida que te hace una encuesta por la calle. Piensa en la respuesta que le darías a alguien que quieres que te conozca de verdad. ¿Cómo sería ese relato?
Todas las personas tenemos un relato sobre nosotras, sobre nuestra vida. Lo vamos construyendo desde que empezamos a tener memoria y nos empezamos a contar lo que nos ocurre, lo que hacemos, lo que somos, lo que los demás hacen y por qué, y poco a poco vamos tejiendo un hilo argumental de nuestra vida y de nuestra identidad. Esto nos permite darle un sentido y un significado a quién soy, pues nos permite mantener una coherencia con aquella persona que fuimos. Además, nos permite también predecir y tener seguridad: si sé quién soy, sé cómo actuar.

Pero también corremos el riesgo de que esa historia nos deje encajadas/os en un lugar demasiado estrecho, y, lo que es peor, un lugar que nos genere dolor. Cuando nos identificamos con algo de un modo demasiado rígido no dejamos apertura posible al cambio. De hecho, el cambio sólo es posible cuando nos atrevemos a contarnos nuestra historia de una manera diferente, cambiando no sólo el contenido sino también la forma. Es decir, no se trata de cambiar sólo el lenguaje y el discurso, entonces nos quedaríamos en la superficie, en la simpleza de alterar una estructura sintáctica. Lo importante de cambiar mi relato es repensarme a mí, repensar el lugar (la identidad) desde donde lo hago, de manera que esto lleve a modificar cómo pienso también la realidad que me rodea y mi capacidad de influir sobre ella.
El relato cultural
La relación que existe entre el pensamiento y el lenguaje ha sido y sigue siendo muy estudiada desde distintos campos del conocimiento. Ya en 1954 se postuló la hipótesis Sapir-Whorf, así llamada porque está derivada de los escritos y reflexiones de dos lingüistas, Benjamin Whorf y Edward Sapir, que estudiaron cómo las categorías lingüísticas en distintas culturas influían sobre las estructuras del pensamiento de la población de dichas culturas. Existen distintas interpretaciones (lo que llaman la hipótesis fuerte y la hipótesis débil) y muchos debates que ahora no voy a detallar, pero lo importante de esta teoría es que abrió un campo de investigación basado en la idea de que el modo en que una persona observa e interpreta la realidad está influenciado por el lenguaje y las palabras que utiliza.
Según el lingüista y filósofo Halliday, el lenguaje es “el canal principal por el que se transmiten los modelos de vida, por el que [las personas] aprenden a actuar como miembros de una “sociedad” —dentro y a través de los diversos grupos sociales, la familia, el vecindario, y así sucesivamente— y a adoptar su “cultura”, sus modos de pensar y de actuar, sus creencias y sus valores”.
Esto quiere decir que el lenguaje que utilizamos en nuestros discursos habituales viene dado por nuestro contexto cultural y, a la vez, modela dicho contexto. A través de las palabras, del modo de nombrar, reproducimos lo conocido pero también podemos producir nuevos espacios, nuevas aperturas a nuevas reflexiones. Y desde estos espacios es desde los que la transformación y el cambio son posibles.
Un ejemplo muy claro de esto lo vemos en los estereotipos, que son ideas transmitidas culturalmente acerca de algo pero sin que se encuentren sometidas a una crítica profunda. Así, aprendemos cómo “son” ciertas cosas o ciertas personas a través de estos atajos mentales, que no requieren de apenas análisis y que mecanizamos porque los hemos oído en numerosas ocasiones (como los estereotipos de género, de raza o de clase). Los damos por ciertos porque están normalizados, pero si los sometemos a un análisis más profundo vemos que en realidad no son ciertos ni generalizables.
Sin embargo, también, a través del lenguaje, tenemos el poder de transformar la realidad. Cuando cambiamos la manera de nombrar y de relatar, también estamos cambiando el significado de aquello que nombramos y relatamos. Y esto lo podemos hacer con nuestra propia experiencia y con nuestra manera de pensarnos y entendernos.

Construyendo mi relato
Cuando construyo mi relato de vida, acerca de quién soy, no lo hago de una manera objetiva y neutral.
Por un lado, el propio lenguaje no es neutro. El lenguaje tiene una gran carga emocional y moral, y cuando aprendo el lenguaje también estoy aprendiendo esas connotaciones invisibles. Desde lo que digo, determino cómo me hace sentir, o si entra en la categoría de “bueno/deseable” o “malo/no deseable”.
Esto también se transmite culturalmente, tanto por la cultura macro como por la micro: en cada familia hay un lenguaje propio, un relato propio, que es aprendido y compartido por las personas de dicha familia. Por eso, es habitual que las personas de un mismo núcleo familiar compartan un estilo comunicativo, una manera de hablarse y de hablar al mundo. Y, por tanto, una manera de observarse y de observar el mundo. Porque cuando elijo un relato u otro estoy seleccionando una serie de estímulos, de eventos o de emociones concretas sobre las que va a girar mi historia.
Por ejemplo, un tipo de relato que suele ser habitual es el centrado en la carencia: lo que aún no tengo, lo que me falta, lo que está mal, lo que no es. Claro que observar lo que falta es importante para seguir creciendo y progresando, pero cuando es el discurso habitual está actuando como un obstáculo para nuestro desarrollo. Si continuamente observo lo que falta, difícilmente observaré todo lo que sí hay, sobre todo porque los recursos cognitivos son limitados y la atención no puede fijarse en el 100%. Por eso selecciona elementos que me dan información, y esa selección va a depender de mi estilo de pensamiento. Además, nuestro cerebro persigue el principio de coherencia continuamente, por lo que lo más probable es que la información que seleccione sea aquella que dé la razón a mi relato, desechando la información que no confirma mis creencias.
Reflexiona un momento, ¿en qué información te fijas tú para contarte la realidad?
Pensar desde la carencia es algo habitual y lógico desde el punto de vista social: la lógica que sostiene nuestro mundo se basa en la producción y el consumo, por lo que aprendemos bien pronto que tenemos que estar continuamente produciendo y continuamente consumiendo. Por lo tanto, pensar en lo que falta es un potente motor para reproducir esta lógica hasta la extenuación.

Dentro de la Terapia Narrativa (White y Epston, 1993), este relato habitual que elijo para contarme mi vida se llama “relato dominante”. Está formado por las historias que decido que son importantes y que, como decía antes, confirman mi identidad buscando esa coherencia. Sin embargo, no quiere decir que sea el único relato posible. Si, por ejemplo, elijo como relato dominante el de la tristeza, no quiere decir que no ocurran cosas alegres en mi vida, sino que no les voy a prestar atención porque la historia dominante es la de la tristeza. O si, al contrario, mi relato dominante es el del positivismo y no dejo lugar para la tristeza, lo más probable es que pierda por el camino muchas oportunidades de elaborar situaciones importantes en mi vida. Y así, de este modo, reafirmo continuamente ese relato dominante que da sentido a lo que pienso de mí y de la realidad. Podríamos decir que por elegir vivir la historia de la tristeza (o la del positivismo), estamos dejando de vivir otras historias que también existen, que también forma parte de nuestra realidad, pero permanecen invisibles a nuestros ojos y, por tanto, también permanecen invisibles las oportunidades de aprendizaje y crecimiento que nos aportan.
El cambio
Uno de los discursos que me suelo encontrar en consulta y que actúan como bloqueadores del cambio es el relacionado con “Soy incapaz” o “No puedo”. De hecho, no me lo encuentro sólo en la consulta, yo misma lo he reproducido alegre e inconscientemente, y en mi vida cotidiana lo veo reproducirse en múltiples ocasiones. “Me encantaría ser de otra manera pero no puedo”. “Soy incapaz de sentir determinada emoción”. Seguro que a ti también te suena. Pero, ¿qué implica decirnos esto?
Cuando me digo “Soy incapaz de hacer esto”, estoy generando un estado emocional y una realidad muy diferentes a cuando me digo, por ejemplo, “Ahora mismo no sé hacer esto”. En esta última afirmación estoy abriendo un espacio a la posibilidad, lo que ahora no sé lo puedo aprender, porque no estoy hablando de lo que soy sino de los conocimientos que poseo o no. No hablo de mi identidad sino de mis habilidades actuales. Los conocimientos se aprenden, las habilidades se entrenan, es decir, pueden cambiar.Sin embargo, en la primera afirmación, “Soy incapaz”, estoy generando un espacio de inmovilismo. Porque estoy hablando de lo que soy, no de lo que sé o no sé. Y si soy algo, es más difícil cambiarlo. Una silla no puede ser una mesa (aunque sí le podemos poner más patas para que se sostenga mejor).
Pero no es sólo lo que las palabras dicen: ¿cómo me siento ante cada afirmación? ¿Cómo me siento cuando me identifico con algo que me provoca dolor y que encima no puedo cambiar? Probablemente, la frustración, la culpa y el enfado vayan de la mano. Sin embargo, ¿cómo me siento cuando pienso en lo que puedo hacer para cambiar hacia lo que deseo? Seguramente aquí vengan conmigo la ilusión y la motivación. Parece que este segundo escenario multiplica las posibilidades de mi cambio y asegura un mayor equilibrio emocional, ¿no crees?

Resumiendo
Resumiendo, hemos visto cómo el lenguaje que usamos construye la realidad que vivimos y cómo nos pensamos a nosotras/os mismas/os. Este lenguaje se transmite culturalmente, pero eso no quiere decir que sólo podamos reproducirlo, sino que podemos utilizarlo para abrir nuevas posibilidades de ser, de sentir, de pensar, etc. Podemos apropiarnos del lenguaje, podemos resignificarlo y también podemos desecharlo. Como dice Noam Chomsky, “El lenguaje es un proceso de creación libre; sus leyes y principios de generación es libre e infinitamente variado. Incluso la interpretación y el uso de las palabras implica un proceso de libre creación”.
También hemos visto cómo el relato que hacemos de la realidad y de nosotras/os está determinado por aquellos elementos en los que fijamos nuestra atención. Y cómo aquello en lo que nos fijamos está determinado por el estilo de pensamiento habitual. Por lo tanto, podemos trabajar en cambiar nuestra atención a otros elementos que nos generen mayor bienestar. A mí me gusta poner el ejemplo de la pared recién pintada que me ha quedado preciosa, pero en una esquinita ha quedado una mancha. Cuando entro en la habitación, ¿en qué me fijo: en la preciosa pared o en la insignificante manchita?
Y, por último, hemos visto cómo el lenguaje está imbuido de una carga emocional y moral y, al mismo tiempo, es generador de emociones. Podemos pararnos a ver las emociones que nos genera, si bloquean la oportunidad del cambio y hacen más probable que nos quedemos en el mismo lugar que estamos o si, por el contrario, estas emociones nos invitan a escoger el camino del cambio, del crecimiento y, por tanto, del desarrollo personal.
Después de todo esto, es obvia la afirmación de que el lenguaje construye realidad. Como dice Teresa Meana, filóloga especialista en lenguaje inclusivo y no sexista:
«Nuestra lengua y su expresión a través del habla, es la manifestación de la estructura de nuestra ideología, de nuestra forma de entender y sentir el mundo, de interpretar la realidad que se nos presenta».
Y tú, ¿qué tipo de relato te quieres contar?